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Nada puede detener a los migrantes que buscan una mejor vida para sus hijos. En la frontera, ni siquiera los simpatizantes de Donald Trump creen que el muro pueda funcionar.


NOGALES, México — A unos 30 metros de la frontera estadounidense, José Manuel Talavera contemplaba su desafío con la concentración de un saltador olímpico, aunque no tuviera el cuerpo de uno.
Talavera es un campesino cafetalero hondureño; acababa de bajarse de La Bestia, el tren de carga que utilizan los migrantes para atravesar México. Ahora se preparaba para saltar a Estados Unidos por tercera vez. Ninguna de las opciones que tenía era atractiva, y ambas involucraban caminar durante días por el desierto: o pagaba miles de dólares a un guía o cargaba una mochila llena de drogas para un cartel.
Talavera se encogió de hombros. No se veía a sí mismo como un factor en la elección presidencial estadounidense, aunque tenía una idea vaga de Donald Trump y sus amenazas de construir un “muro hermoso, impenetrable”. Le parecía tonto: la frontera ya tiene un muro, ¿no? Él sabía lo difícil que es cruzar.
La primera vez, un cartel mexicano lo secuestró y se llevó todo su dinero. En su segundo intento llegó a Estados Unidos pero lo atraparon, lo detuvieron durante dos meses y lo mandaron en un avión de regreso a Honduras. Fue la primera vez que voló. “Un mes para llegar, cuatro horas para regresar”, recuerda Talavera con una sonrisa. “Por lo menos el boleto fue gratis”.
Ahora la frontera se aproximaba de nuevo, repleta de guardias y de cámaras. Esta vez, si lo atrapaban, enfrentaría seis meses de arresto. No le importaba. “Regresaré y lo intentaré de nuevo”, dijo. Nada podía detenerlo, aseguró. Ni siquiera un muro nuevo.
En todo el mundo se están erigiendo muros. En Europa, columnas de refugiados que serpentean por las fronteras han hecho que los líderes busquen una solución de concreto y alambre de púas. Hungría construyó una valla de 174 kilómetros para mantener a los sirios fuera; en el puerto francés de Calais, el Reino Unido está financiando una barrera para prevenir que afganos y africanos se escabullan por el eurotúnel.
La solidaridad hacia los inmigrantes, que alguna vez se encendió mediante imágenes de niños ahogados que el mar había arrastrado a costas europeas, se ha acabado debido a los ataques terroristas en Bruselas, París y Niza. La postura defensiva se ha extendido a África, donde Kenia planea construir un muro de 708 kilómetros a lo largo de su frontera con Somalia para excluir a la milicia shabab.
Como reportero establecido en Medio Oriente, he estado principalmente del otro lado de esos muros, en lugares que podrían describirse como las áreas vulnerables de la globalización. Esta primavera, en una miserable aldea pesquera en Egipto, en la desembocadura del Nilo, conocí a adolescentes incansables que, atraídos por imágenes de glamur Occidental en Facebook, añoraban abordar los botes de los traficantes. En la devastada ciudad siria de Alepo desayuné con un cirujano que hablaba de enviar a su familia a Canadá mientras las bombas explotaban afuera. En Trípoli, Libia, un joven migrante nigeriano llamado Oke echó un vistazo por la puerta de una iglesia, sopesando sus posibilidades de sobrevivir el tenso viaje a través del Mediterráneo.
Estados Unidos, una tierra de migrantes, jamás pareció necesitar muros. Tenía agua —vastos océanos al este y oeste— y, desde 2001, un formidable programa de visas. Sin embargo, este año, el sueño de una gran barrera protectora a través de la frontera con México, de 3220 kilómetros, catapultó la propuesta presidencial de Trump y, sorprendentemente, la hizo posible.
“¡Construyan el muro!”, corearon al mismo tiempo el candidato y su audiencia en los mítines este año.
No obstante, mientras más te acercas a la frontera, menos piensan que pueda funcionar, entre ellos los simpatizantes de Trump y los funcionarios de las fuerzas policiales.
“El muro es una fantasía”, dice Tony Estrada, sheriff del Condado de Santa Cruz, Arizona, un distrito fronterizo que es uno de los pasajes más utilizados por contrabandistas y narcotraficantes. “No me importa qué tan grande, qué tan alto, qué tan largo sea… no resolverá el problema”.
Suspiró. “Pero la gente se lo está tragando”, dijo. “No puedo creerlo”.
Estrada, de 73 años, es más consciente que la mayoría de que las fronteras son más que líneas en un mapa. Nació en México y llegó a Estados Unidos cuando tenía un año. Hasta los setenta, dijo, la frontera tuvo una cualidad orgánica. Durante la fiesta del 5 de mayo, bailarines se paseaban de México a Estados Unidos y regresaban de nuevo; reinas de belleza de ambos países se sentaban juntas en una plataforma situada en la frontera y los turistas cruzaban a México para asistir a las corridas de toros y disfrutar la vida nocturna y el alcohol barato.
Entonces explotó la guerra contra las drogas y en 1995 comenzó a erigirse una valla. El crimen disminuyó drásticamente, pero esa disminución tuvo un costo. El turismo se debilitó, las tiendas de curiosidades cerraron y hubo una ruptura dolorosa en la cultura fronteriza. “La dinámica cambió”, dice Estrada.
La nostalgia del sheriff señalaba una verdad más grande: los muros no solo son acerca de quiénes quiere excluir un país; son también una señal de lo que el país está intentando preservar, su idea de sí mismo. Con el ascenso de Trump, la percepción que tiene Estados Unidos de sí mismo de pronto es menos segura. Así que pasé una semana en las tierras fronterizas, pasando entre México y Estados Unidos, para intentar averiguar cuál podría ser esa idea en esta temporada febril de elecciones.
La valla constituye una vista formidable: se extiende a lo largo de casi un tercio de la frontera de 3220 kilómetros desde California hasta Texas y es patrullada por cerca de 20.000 agentes. Uno de los tramos más vigilados está alrededor de la ciudad de Nogales, que atraviesa la frontera. Aquí, el primer mundo colinda con el tercer mundo. El Nogales estadounidense, ordenado y somnífero, se enfrenta al Nogales mexicano, una metrópolis ingobernable de 300.000 almas donde el cartel de Sinaloa tiene una gran influencia.
John Lawson, un oficial de la patrulla fronteriza, nos llevó de paseo por la valla, una barrera de rejillas de metal con una altura de cinco a nueve metros, que ondea a lo largo de las colinas de cada lado de Nogales. Se construyó con un costo de cuatro millones de dólares por cada kilómetro y medio, e incluye una variedad de fortificaciones estilo militar. Pasamos por cámaras montadas en postes, radares, sensores de vibración y, en la cuesta del valle, una línea de barreras al estilo de Normandía en la Segunda Guerra Mundial, que tienen el objetivo de impedir que los vehículos mexicanos pasen por la puerta principal de Estados Unidos. La patrulla fronteriza también vigila desde el espacio aéreo con una flota de drones, globos aerostáticos y helicópteros Blackhawk.
Sin embargo, tanto migrantes como traficantes todavía logran pasar.
Lawson se estacionó en un pequeño farallón desde el cual puede verse la frontera y sacó sus binoculares. A unos 800 metros, en México, tres jóvenes recorrían un cerro y después se desvanecieron tras un tramo de follaje. Más allá vimos otros grupos: observadores empleados por el cartel, dijo Lawson. Usan sus celulares para dirigir el tráfico y les dicen a los migrantes y traficantes de drogas cuándo avanzar. Mirando de izquierda a derecha, del lado estadounidense, conté seis jeeps estacionados en las colinas.
Ambos bandos permanecían quietos, observándose, esperando a que el otro se moviera. “El propósito de la valla es tener más tiempo”, dijo el oficial Lawson. “Nos permite responder. Pero no puede detenerlos por completo. Nada puede hacerlo”.
Como en Europa, donde los muros han obligado a los migrantes a arriesgar sus vidas en botes desvencijados, la frontera estadounidense militarizada ha creado rutas cada vez más peligrosas. En Arizona, eso significa dirigirse al desierto. Más allá de Nogales, donde la valla se acaba, los migrantes caminan durante días a través de un paisaje sofocante. Más de dos mil personas han muerto desde 1999 en los desiertos de Arizona, a menudo a causa del cansancio o la sed, según el grupo de ayuda humanitaria Tucson Samaritans.
Antes de partir, muchos migrantes pasan por el comedor, un refugio con techo de lámina que se avista desde la frontera en Nogales, México. Los empleados ofrecen alimentos, asesoría legal, masajes y pequeñas brújulas para ayudar a quienes podrían llegar a perderse en el desierto. La esperanza se mezcla con la angustia a lo largo de las incómodas bancas donde se sirve el desayuno. Los hombres como Talavera, que planean entrar a Estados Unidos, comparten el pan con familias que acaban de ser deportadas y tienen rostros derrotados. Bajo el gobierno del presidente Obama, Estados Unidos ha deportado a 2,5 millones de personas, más que en cualquier otra administración.
El comedor lleva el nombre de Eusebio Kino, un jesuita italiano que habitó estas tierras a principios del siglo XVIII, y sus empleados se sienten impulsados por su propio sentido de misión. La mañana en que los visitamos, una monja dio una lectura admonitoria acerca de José Antonio Elena Rodríguez, un mexicano de 16 años a quien un agente de la patrulla fronteriza mató de un balazo a través de la valla en 2010 (este año el agente fue acusado de asesinato). Un sacerdote dio la bendición y los hombres se marcharon.
Caminando en parejas y tríos por su seguridad, desaparecieron por las calles, aguardando su oportunidad de escapar a través de la frontera.
En Arizona, el amplio paisaje está salpicado de reliquias del Viejo Oeste. En la ciudad de Tombstone, los turistas pagan para ver una recreación cómica de la balacera en O.K. Corral. Más allá, en Skeleton Canyon, un monumento en el borde de la carretera marca la rendición del gran guerrero apache Gerónimo en 1886, un recordatorio de los indígenas estadounidenses que alguna vez dominaron estas tierras.
Para los vaqueros y ganaderos de hoy, los migrantes mexicanos son el nuevo enemigo. Las familias ganaderas estaban congregadas en la Feria del Condado de Cochise, en las afueras de la ciudad fronteriza de Douglas, para presenciar un espectáculo arquetípico de la cultura estadounidense rural. Los niños gritaban con deleite cuando veían una carrera de pavos mientras sus padres iban al rodeo; puestos iluminados de neón vendían banderas confederadas y parafernalia armamentística.
Tony Fraze, un ganadero simpatizante de Trump, hizo una pausa para conversar. Los migrantes son la plaga de la zona, me dijo. Dañan vallas, destrozan los sistemas de agua y a su paso dejan basura que mata al ganado. “No puedes dejar la puerta abierta ni las llaves puestas en tu camioneta”, dijo. “Si lo haces, puede que las tomen y te maten también”. Mencionó a Rob Krentz, un ganadero local a quien le dispararon en 2010, un caso traumático que apenas llegó a las noticias nacionales.
Aunque estaba en lo correcto en cuanto a los detalles, los condados fronterizos generalmente disfrutan de las tasas de crímenes más bajas de Arizona. Como me dijo el sheriff Estrada, a los traficantes no les gusta buscar problemas: “Son hombres de negocios y la confrontación es mala para el negocio”.
Sin embargo, para Fraze, se trata de algo más que la frontera: la debilidad en torno a la inmigración refleja un declive  generalizado de la fuerza estadounidense. “Hemos tenido demasiada gente débil que intenta controlar, no acabar con la inmigración”, aseguró.
No todos creen que esta retórica sea la respuesta. Durante mi visita fronteriza conocí a muchos artistas, activistas e incluso ganaderos que buscan traspasar la frontera, no cerrarla. Dennis Moroney, un vaquero de barba blanca con una esposa nacida en México, dijo que entendía la furia de los ganaderos; sus reses también habían muerto por haber ingerido bolsas de plástico. No obstante, le parecía que el fenómeno de Trump se alimentaba de impulsos más oscuros: “El racismo, la xenofobia y el miedo de esas personas oscuras que no hablan como nosotros”.
Nubes negras cubrían el cielo mientras conducíamos casi 50 kilómetros hacia el este para ver a Ed Ashurst, un vaquero áspero. Ashurst es autor de tres libros sobre ganadería y uno acerca del problema de los migrantes, titulado Alligators in the Moat. “La inmigración es una industria multimillonaria”, declaró. “Tienen exploradores en cada montaña y una operación de inteligencia mejor que la de la CIA”.
La noche anterior había encontrado a un migrante que dormía en su casa de monturas, y de inmediato lo entregó a la patrulla fronteriza. Odia al presidente Obama (“no es patriota”) y le agrada Trump, pero cree que lo que ha dicho sobre el muro fronterizo es una “farsa”. Su solución es desplegar marines a lo largo de la frontera, armarlos con rifles AR-15 y darles órdenes de disparar a quien cruce.
Más tarde, en una caminata a través de un campo, Ashurst señaló los destrozos que dejaban los migrantes: latas de comida, bolsas de plástico. Le pregunté si sentía compasión por el sufrimiento de los migrantes. Su voz se alzó drásticamente. “He ayudado a más mexicanos que estos tipos activistas”, dijo. “Pero solo porque soy republicano y quiero una frontera cerrada, soy un hijo de puta”.
El inmigrante ilegal de hoy, sin embargo, podría ser el estadounidense del mañana. En Nogales hay un tramo corto de la frontera donde la valla se convierte en una rejilla de metal. Una tarde, al anochecer, vimos cómo dos mujeres se miraban a través de la frontera, se tocaban los dedos a través de la rejilla y lloraban.
Gaby Jiménez, una trabajadora doméstica en Phoenix, jamás se había atrevido a acercarse a la frontera desde que cruzó a Estados Unidos en 1993. Ahora que obtendría sus documentos, había reunido el valor para ir a ver a su hermana, Trinidad, por primera vez en 18 años. Las dos mujeres se rieron, contaron rumores y lloraron durante media hora; antes de irse, Gaby le pasó a su hermana un billete de 100 dólares por un agujero de la valla.
Añoraba abrazar a su hermana, pero pronto tendría su propio pasaporte y la visitaría en México.
Más allá de cualquier frontera, la inmigración se ha convertido en un problema en todo el mundo a causa de una dolorosa rendición de cuentas con la globalización, dijo Alexander Betts, director del Centro de Estudios de Refugiados en la Universidad de Oxford. “Hace diez años, el crimen, la educación y la salud eran los temas políticos definitorios”, me dijo. “Ahora se trata del sentido de control que la gente tiene en cuanto a sus sociedades y comunidades”.
El resentimiento entre aquellos que la globalización ha dejado de lado ayudó a impulsar el voto del Brexit en el Reino Unido para salir de la Unión Europea en junio. En esta época difícil, dijo el profesor Betts, los inmigrantes constituyen un chivo expiatorio útil, y los muros se ofrecen como soluciones fáciles.
“La política liberal tiene dificultades para encontrar una respuesta, pero la derecha extrema tiene una respuesta que resuena”, dijo. “Se trata de reafirmar el nativismo, el nacionalismo y la política de identidad, además de decirle a la gente que la solución para la globalización es cerrar las fronteras”.
Aunque los muros pueden desviar la afluencia humana, no pueden detenerla. El porcentaje de la población del mundo conformada por migrantes ha sido estable desde 1970, dijo el profesor Betts. Puede ser demasiado difícil detener el impulso de escapar. Por motivos de guerra, pobreza o simplemente para tener una mejor vida.
Antes de desaparecer de Nogales para hacer un intento arriesgado de cruzar la frontera, le pregunté a José Manuel Talavera, para obtener esa recompensa, valía la pena el peligro: la sed, la violencia, los alacranes, los coyotes reales. Como respuesta mencionó a sus cinco hijos, incluyendo a su hija de tres meses, Luna Soad. Lo estaba haciendo por ella, dijo.
Una semana más tarde llegaron noticias de su destino. Talavera había llegado a Estado Unidos, dijo su esposa, por teléfono desde su pueblo cerca de Tegucigalpa, la capital de Honduras. No sabía cómo lo había hecho ni dónde terminó, pero le estaba yendo bien, dijo. Había comenzado a buscar trabajo. Por fin había dejado atrás el muro.

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