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PEREGRINOS / José Santos Navarro Monroy


El mar de fe estaba lleno, desbordante. Las barcas serenas de los pescadores de fe, de los eternos peregrinos quienes descansaban de caminar, de navegar, aunque el inicio del otoño pregonaba días fríos en la ciudad de México.
Los primeros fulgores del sol desplazaban a las encamorradas sombras de la noche. Para entonces ya se podían ver esos cuerpos y rostros cansados de siempre y las mismas carencias de siempre. Las primeras oraciones del día comenzaban a navegar.
Miles de cuerpos tirados en el antes desierto atrio de la Basílica de Guadalupe, daban la impresión de ser auténticas montañas de fe que se podían mover, según la dirección de su fe, del viento y del frío de esa la primera mañana tras el arribo de la peregrinación.
Allá a la distancia, al inicio de un cielo profundamente azul, pelón de nubes, se erguían majestuosos los volcanes Iztacihualtl, La Mujer Dormida y el Popocatépetl, el famoso y poderoso Don Goyo quien también –en su oración diaria- eleva sus cenizas al cielo.
Mientras, en el atrio de la Basílica de Guadalupe, la Reina de México, la Emperatriz de América, piadosa observa a sus hijos quienes vienen desde lugares donde gobierna el hambre, la sed y la violencia. Otros más vienen de apartados poblados donde el desempleo, la enfermedad y la injusticia son caciques.
El día inicia junto con el hambre. Se comienzan a encender los braceros ya para calentar los alimentos, ya para calentar esos cuerpos derrumbados de hambre, de sed y de cansancio, pero llenos de fe y de esperanza. De un mejor mañana como lo ansiaban sus ancestros. Los primeros peregrinos.
Los únicos que soportaban estoicos el pequeño frío del inicio del otoño, eran los instrumentos de la banda de viento. Estaban huérfanos, amontonados, mientras los músicos también fríos dormían, recobraban el aliento porque sabían que éste no les iba a alcanzar para ofrecerle a Dios esa maravillosa y alegre música de viento que pone en contacto directo con el Señor.
Los primeros en levantarse son el olor a café de olla. El olor del humo del carbón. La mezcla de olores y sabores invitan a pecar y caer en la gula, pero el hambre es la culpable de tan malos pensamientos. Las gorditas de frijol comienzan a transitar de mano en mano hasta desaparecer milagrosamente.
-Pásale los frijoles a tu hermano… -Échame la salsa y las tortillas. “Padre nuestro que estás en los cielos…”, Tómate tu café ahorita que está calientito, es la principal recomendación del día. Más allá algunos jóvenes se persignan con el celular en la mano.
La luz del día ya está más definida al igual que la fe. El hambre empieza a ceder. Se escuchan ya las primeras oraciones. El Ave María y el Padre Nuestro. Los murmullos de las primeras peticiones también son parte de ese ritual religioso. Padre Dios, Cristo y la Virgen de Guadalupe son todo oídos.
Algunos peregrinos modernos inician el día en las tiendas Oxxo o Seven Eleven ubicadas en los alrededores de la Basílica, ven la hora en el celular, checan mensajes. Ninguno de Dios. Entran y salen de esas tiendas de grandes cristales y en la calle calman el hambre con un caro y raquítico sándwich y una coca-cola. Algunos prefieren galletas y frituras con un desabrido café de la maquinita, como ellos le dicen.
Ya para entonces el sol igual que la fe, esta entero. Brilla y calienta. Con el nuevo día llega también esa vieja esperanza de los eternos vendedores de artículos religiosos que ven en ese mar de esperanza una gran riqueza. –“¡Tres cadenitas por diez pesos!”. Otros peregrinos solitos caminan para ser devorados por los comerciantes en los puestos semifijos. Pero, es necesario el sacrificio. Hay que llevar algo de regreso al pueblo para que vean que se cumplió.
Algún recuerdo al amigo, al familiar, al cura del pueblo. Un algo para que también la Virgen sepa que estuvieron en su casa, que subieron al Cerrito de la Villa, que fueron bendecidos con agua bendita del Templo del Pocito, el mismo que conoció Juan Diego. Un algo que al familiar enfermo, en cama, que sepa que su alivio está en camino.
Algunos otros peregrinos atestiguarán su presencia en la Basílica de Guadalupe al hablar con Dios, con la Virgencita Morena a quien le dirán que subieron al Cerrito de la Villa y que allí estuvieron con los arcángeles, que vieron la panorámica de la ciudad contaminada, que vieron las fumarolas del volcán Popocatéptl, otros dirán que hasta escucharon el estruendo. Otros, sólo con la mirada dirán la verdad:”Cumplí, Virgencita… Gracias”
Los peregrinos jóvenes de celular en mano regresan de las tiendas, de los alrededores y comentan que la nueva zona peatonal y la casa del peregrino quedaron a toda madre. La multitud al igual que la fe ya se encuentra en pie. Se escuchan las campanas de la Basílica. Segunda llamada.
Todo se apresura, se echa agua a los braceros para apagar las brazas de carbón. Se guardan los alimentos que sobraron, servirán para la comida. Se cierran mochilas, las cobijas se doblan y la fe se abre.
Como náufragos en ese mar de fe y de necesidades, algunos peregrinos levantan la vista al cielo con la satisfacción del deber cumplido, otros saben que esto nunca acaba y otros más leen en el balcón frontal de la Basílica: “¿No estoy yo aquí que soy tu madre?” Les vuelve la esperanza.
La tercera llamada no sorprende a nadie afuera. Todos los peregrinos están dentro de la Basílica de Guadalupe. Ahí está la Virgen Morena. Miles de ojos la miran y suplican. Hombres y mujeres abren su corazón y se alimentan de esa fe que les permitirá seguir adelante. “En el nombre del Padre…, dice el sacerdote. Todos se persignan e inicia así el principio del regreso.
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