Víctor Antero Flores
No
era el hombre más honesto, ni el más piadoso, pero era un hombre valiente…
Con esta línea regresan al mundo
las novelas de aventuras que, desde Dumas, Verne y Twain, se quedaron en las
librerías de viejo.
Para que la España del siglo XVII
se reconstruyera en esbozos y pinceladas de novela romántica hubo primero de
nacer un hombre, y luego de vivirse y foguearse en las trincheras del
periodismo y de la guerra.
Como yo me inicié en las lecturas
con aquellos libros que fueron de mi padre y de mi abuelo moda, de pronto me sentí
como desplazado o fuera de lugar junto a mis compañeros lectores de las grandes
novelas modernas, costumbristas, de historias retóricas y otras jaladas tan
vanagloriadas y de autores que en labios mezquinos se escuchan tan soberbios,
que pensaba que yo leía “literatura menor”.
El mismo julio Verne se quejaba, en
sonoros lamentos, de la Real Academia Francesa porque aquella no consideraba a
las novelas de aventuras como literatura formal y las excluía de todo
reconocimiento y mérito.
Fondo y forma. Gran debate. Un día
mi padre me dijo, no te fijes en la forma de escribir sino en el fondo, en lo
que quieres decir… la forma se corrige. Y allí está García Márquez, con una
ortografía tan paupérrima que busca cambiar el alfabeto para evitarse
confusiones con la “S” la “C” y la “Z”, y eso sin hablar de los acentos. El
gran “Gabo” depende como párvulo de sus correctores. Pero tiene gran fondo…
bueno eso dicen quienes le rezan.
Yo prefiero la novela que en su
fondo maneja costumbre y aventura; y Arturo Pérez Reverte, nacido en 1951, vino
a romper paradigmas posmodernos y a darnos gozo a quienes nos gusta leer con
emoción esas novelas de intrigas, buenos-malos y malos-buenos, con incógnitas,
marcos históricos, personajes posibles e imposibles, pensamientos, pesares y
delicias.
Para hablar en forma de Pérez
Reverte habría de entrevistarlo; hacer con él una charla… ¿de periodista a
periodista? No. Sería entre cuates, frente a dos “frías” en un lugar neutral
como… como la Taberna del Turco que frecuentaban en sus lances el Capitán
Alatriste y Francisco de Quevedo. Así que aprovechando del mismo modo la
ficción subjetiva de sus novelas históricas me voy a echar unas chelas con el mentado
Reverte. Con permiso.
Parroquianos, mesas grandes de
madera, lámparas de aceite, barullo del Siglo de Oro, piso de madera, muros
enmohecidos; tal es la Taberna del Turco. Caridad la lebrijana nos deja en el
centro de la mesa dos tarros rebosantes, como aquel par que sobresale de su
escote. Luego se retira no sin antes hacerle un guiño a mi invitado.
—Reportar guerras, —dije— ¿no es
querer buscar aventuras de novela?
Saca las manos de su gabardina y
las lleva a juguetear con el asa del tarro.
—¿Cuántos jóvenes no conocéis que
han querido ser como personaje de novela y han hecho cosas estúpidas? Yo no soy
el caso por si la pregunta va por ese lado. Fui primero reportero porque ese es
era mi oficio. Estudié periodismo. Y como todo, cubrir una guerra fue meramente
fortuito, pero me quedé en el oficio por veintiún años.
—¿Por qué lo dejaste?
—Me despedí asqueado por la
politización de los medios de comunicación. Andar entregándole el pellejo a
cada francotirador para que los dueños de los medios quieran callar tu versión a
cambio de un estipendio no es manera de llevar la vida.
—Has mencionado muchas veces en tus
escritos la Guerra de Eritrea. Se sabe que anduviste perdido varios meses en
ese lugar, refugiándote con los rebeles e incluso que en cierto momento tomaste
las armas para salvar la vida. ¿Te afectó esa guerra?
Sus ojos amplios me miran con
enfado contenido.
—Y la de Chípre, Líbano, el Sahara, las Malvinas,
El Salvador, Nicaragua, Chad, Libia Sudan, Mozambique, Angola, el Golfo Pérsico,
Croacia, Bosnia…
Un golpazo me advierte que alguien,
a mis espaldas, derribó una silla en un exabrupto.
—¿Voto al chápiro verde, Diego!
—grita el hombre de anteojos redondos y traje negro con capa, y que me mira lleno de odio— ¡Eso es una afrenta!
¡No hay más remedio que batirse! —y lleva la mano al acero.
—Siéntate —interpuso el espadachín
de amplio bigote y ojos azules inmóvil en su silla—, no es problema vuestro.
Deja que ellos se arreglen.
Arturo se sonríe.
—Francisco de Quevedo —señala mi
interlocutor—. Se sulfura rápido.
—El capitán Alatriste… —observo y luego corrijo—. A lo que me
refiero es que si todas aquellas guerras dieron pie a las novelas.
—Escribir novelas es mi analgésico.
No sería más feliz haciendo otra cosa y eso ya viene conmigo. Los conflictos en
los que he estado sólo me han servido para documentarme, para ver las cosas,
para entenderlas; todo en razón de la información. La única novela que habla de
la vida del reportero de guerra es Territorio
Comanche. Y tal vez sí, fue una catarsis.
En ese momento un singular zumbido
entra por la ventana rompiendo los cristales y mi tarro de cerveza estalla en
mil pedazos. La bala perfora el tablón de la mesa. Yo salto hacia atrás y caigo
de mi silla en no mejor posición que la de
un teporocho de esquina golpeado por Baco.
—No hay peligro —dice Arturo—, es
nuestro amigo de la azotea de enfrente que te da la bienvenida.
—Sí —digo instalándome de nuevo—,
vi la película. Nunca pensé en ser blanco de un francotirador.
—El que piensa que no hay
francotiradores en la vida es el primero que cae —reflexiona sin mirarme.
Una mujer nerviosa entra a la taberna manoseando un celular y ocupa la
mesa más lejana, apartada de la ventana. Se oculta tras unos anteojos oscuros y
un sobrero femenino. Coloca el teléfono sobre la mesa y lo atiende como
esperando una llamada.
—Ella —digo—, si lo cree. ¿Verdad?
—Es Teresa Mendoza.
—¿La Reina del Sur? Sí, la recuerdo, en cuanto reciba la llamada
sabrá que la van a matar… ¿Verdad?
—Así es esa historia de narcos.
—¿Cómo te interesaste en un
personaje mexicano?
—Fue de mucho escuchar a los Tigres
del Norte. El corrido Camelia la Tejana en especial.
—Contrabando y traición. Y los
Tigres te correspondieron con el corrido de la Reina del Sur. Muy amables de su
parte, ¿no crees? Bueno, también ningún otro novelista extranjero le ha
dedicado a México una novela de gran éxito. Excepto Julio Verne, aunque Un drama en México no fue en sí de gran
éxito. Por cierto… ¿admiras a Verne, a Salgari, a Montaingne o a Cervantes?
—Los autores clásicos son mis
anclajes; me evitan hacer el ridículo, como disfrazarme de punki para salir a
ligar jovencitas de 15 años.
Me río del chiste. No por lo dicho
sino porque me lo imaginé vestido de punk.
—Supongo que por eso, por tener a
los clásicos de ancla, manejas los
mismos géneros de aventura, intriga, amor y muerte. Es lo que ahora conocemos
como Best-Seller. Aunque este término
como que resulta peyorativo ¿no? Entre las vacas sagradas de las letras
consideran al Best-Seller como
subgénero literario.
—No, entre las vacas sagradas no,
sino entre quienes las encumbran. A mí no me molesta que mis libros sean
llamados así. Best-Seller es la
novela rosa, la Biblia, la Divina Comedia, el Quijote, Ken Foller o Agatha
Cristie. Yo procuro que mis libros sean Best-Seller.
Que sean lo más leídos posible para que el mensaje que echas en la botella
llegue al mayor número de manos posibles. Por eso hay que trabajar mucho el
lenguaje, para que sea accesible a todos. Y por eso, aunque hay sencillez, el
trabajo resulta muy duro en cuanto a la forma. Yo diría, más bien, muy
complejo.
Una voz pausada, grave y firme
resuena en una esquina del recinto.
—Su turno, duque.
Allí están dos hombres, literal y
metafóricamente sobrios, jugando ajedrez. Visten como nobles del siglo XVII y
miran fijamente el tablero y disposición de las piezas. Una joven, en playera
beige y pantalón de mezclilla, acuclillada frente a la escena, los observa
meticulosamente mientras repite en voz baja una y otra vez “Quis neavit equitem. ¿Quién mató al
caballero?”
—Tardan mucho en mover —digo—… de
echo, no se han movido en demasiado tiempo… parece que están prácticamente
pintados.
—Dios mueve al jugador y este la
pieza —dice mi invitado.
Y yo completo la sentencia:
—¡Qué Dios detrás de Dios la trama
empieza?
—Ambos hemos leído a Borges.
—En realidad no, mi estimado
Arturo, yo sólo repito la cita de tu libro, La
tabla de Flandes. Se requiere gran conocimiento del juego para escribir esa
intriga.
—En realidad soy muy mal jugador.
Como me pongo a imaginar jugadas maravillosas me pierdo en cosas que luego no
funcionan. Prefiero ver como lo hacen otros. Me fascina. El ajedrez es como el
mar y la navegación, es el mejor símbolo de la vida, la muerte; el blanco y el
negro, la amenaza, el peligro, los movimientos, la fuga, el territorio hostil.
Todo eso está en mis novelas.
—¿Y en lo referente a la política?…
hace poco que circula por la Red un artículo en donde aporreas a los diputados
de tu país. Te refieres a ellos con un lenguaje tan soez que me sorprende que
te publiquen…
—A mí también.
—¿No has escrito novela política?
—Todas mis novelas son políticas.
La política está allí, implícita en todas. Si vas a hablar de un sistema hay
que conocer las reglas. También estudié ciencias políticas. Si algo aprendí
como reportero de guerra es que la vida está llena de minas. No podemos pasar
la vida metiendo el pié en todo charco irresponsablemente. Igual como marino
que soy, porque en el mar también hay reglas, se deben averiguar las normas
para poder comportarte según ellas. Saber qué cosa es buena y cual mala…
también hay que conocerlas para poder vulnerarlas porque es lo que te ayuda a
mantenerte vivo.
—¿Consideras que conoces la regalas
para poder pitorrear a los diputados españoles?
—No es pitorreo, es aseveración… ese
artículo lo titulé Esa gentuza no sólo
por ganas de insultar y desahogarme, sino también para removerle las tripas al
pueblo, para abrir ojos. Algunas personas se asustan por el lenguaje, por
algunos adjetivos fuertes, pero no se asustan por que esos oportunistas advenedizos
cobran un dineral a cambio de sus menudencias; que se andan con aires de
grandes señores y señoras pero su cultura es paupérrima. Son corruptos y arrogantes
como estrellas de la tele y presumen maneras afectadas de nuevos ricos, con
ropa de marca y carros lujosos, sin
tener algunos siquiera el bachillerato. Hacen eso mientras toman las decisiones
del país, qué ya te imaginarás qué decisiones. Al pájaro se le conoce por la
cagada.
—Caramba. Cuando México se entere
de lo que pasa con los diputados españoles, ya no nos sentiremos tan solos en
nuestras dolencias nacionales.
—No es mal de países, es mal del
mundo. Aunque cada país debe hacerse cargo y me temo que aquí como allá la
apatía del pueblo es sorprendente… nadie exige nada.
—Ahora si te veo afligido. ¿Por que
te pa’bajeaste?
—Me aflige la estupidez aliada con
la ignorancia y con el poder; es la más letal combinación que existe.
Medito. Miro a Alatriste y Quevedo,
a Julia y la Jugada de Ajedrez, a Teresa Mendoza, a Caridad la Lebrijana. Doy
un sorbo a mi quinta ¿o sexta? cerveza y escucho un silbidito lejano. Tiruri ta
ta. El sello distintivo del oscuro enemigo del capitán, aquel italiano llamado
Gualterio Malatesta. Ese demonio… allí andaba, afuera de la taberna, en las
sombras. Entonces le pregunto:
—¿A qué le temes?
—No puedo contestar esa pregunta.
—Entonces háblame sobre tu familia
¿eres casado?
—Tampoco puedo hablar de eso.
—¿Y por qué?
—Porque no has encontrado esos
datos en mi biografía y es a ti a quien se le está ocurriendo esta escena
disparatada conmigo.
—Cierto… Bien… no puedo terminarme
esta última “birria”. Me voy, pero antes, déjame felicitarte.
—¿Por El asedio?
—Aparte, ya tendré tiempo de
leerlo. Digo si puedo comprarlo con esto de la crisis… La felicitación es por
pertenecer a la Real Academia Española.
—Eso ya data del 2003.
—Sí, pero yo apenas me enteré hoy,
y además fue un sueño que Verne no pudo cristalizar.
—Eso también es cierto.
—Nos vemos —digo y salgo.
—Ándate bien —escucho antes de que
la puerta se cierre.
Dejo atrás la Taberna del Turco y
mis pasos suenan diferentes por la acera mientras vuelvo al mundo real. Siento
como si acabara de leer uno de los seis libros de ese personaje que se está
volviendo entrañable en muchos países del mundo, Diego Alatriste, y casi escucho
el tintinear de “la blanca” colgando de su fuste al roce de quien sabe cuantos
más aceros y pertrechos de un bravo español del siglo XVII.
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