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ENROQUE ANALITICO / CALIDAD LEGISLATIVA / Samuel Cepeda Tovar


Se trata de una historia bastante inveterada, tan anacrónica como la mera existencia de nuestra república, me parece que un poco más antigua, pues nos remitimos hasta el año de 1814, en que atinadamente, el cura José María Morelos y Pavón, en el corazón de su propuesta legislativa titulada: “sentimientos de la nación”, hacía clara referencia a la necesidad imperiosa e insoslayable de profesionalizar el servicio público, particularmente hablando del poder legislativo. El artículo 14 del texto era contundente: “Que para dictar una ley se haga junta de sabios en el número posible, para que proceda con más acierto […].”
Y es que, sin duda, la confección de normas que rigen el desarrollo de una sociedad son axiales para la sana convivencia entre personas, el crecimiento y desarrollo económico, cultural, político y social de cualquier conglomerado en cualquier ámbito de gobierno. De esto no hay nadie que pueda objetar la trascendencia de dicha premisa. Por ello resulta no solo apropiada, sino urgente, necesaria e imprescindible la puesta en marcha de la iniciativa que surge en el senado de la república que exige una adición al artículo 55 constitucional para que sea obligatorio que diputados federales y senadores acrediten la educación superior, con su respectivo título y cédula profesional.
No se trata de un simple capricho o exigencia menor, pues la confección y ejecución de leyes determinan el destino de un país, estado o municipio, por lo que se trata sin duda de un tema delicado que merece especial atención. Y es que resulta bastante lamentable que, en esta nodal tarea de edificar las reglas de juego, existan personas que no poseen estudios por los menos profesionales, que les permitan realizar dicha función con eficacia y eficiencia.
Y no es para menos, pues la laxitud de los requisitos para acceder al cargo de diputado, por ejemplo, son bastante evidentes en el artículo 55 constitucional, que solicita a los interesados además de ser mexicanos, tener 21 años, no pertenecer a las fuerzas armadas, tener residencia en el Estado en donde desea ser representante, no ser ministro de culto, entre otras simplezas que vuelven bastante asequible un cargo que sin duda merece una serie de filtros académicos y de experiencia o afinidad que aseguren un desempeño “aceptable” en el peor de los casos, de quienes ocupan curules y se encargan de dirigir el destino de esta nación.
 A esa preparación imprescindible es a la que hacía referencia el cura Morelos cuando hablaba de sabiduría. Tan sólo por presentar un ejemplo, la discusión y aprobación de la “Ley de coordinación administrativa en materia de planeación del desarrollo y ejecución de acciones regionales para la prestación de servicios públicos”, requiere sin duda solo para su aprehensión conceptual, un mínimo de conocimientos que requieren, si bien no especialización, por lo menos un grado académico que permita a través de un esfuerzo su comprensión a cabalidad y derivado de ello su adecuada aprobación e implementación.
Es cierto, nuestra actual legislatura es una de las que menos porcentaje de legisladores sin estudios profesionales observa, con 28 diputados sin carrera profesional, pero hemos temido casos peores y nuestras leyes imperfectas requieren una buena dosis de profesionalismo. Insisto, no se trata de un simplismo, se trata del destino de una nación que estriba en un adecuado andamiaje legal cuidadosamente construido. 



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